La vida se compone de pequeños placeres que hacen que los
momentos sean muy buenos. Pueden ir desde comer algo que te guste hasta leer,
escuchar música… Podría decir que escuchar música o tumbarme en el sofá después
de comer son uno de mis pequeños pero a la vez grandes placeres; escuchar
música porque hace que desconecte en momentos difíciles, y tumbarme en el sofá
porque me quedo muy relajada para seguir la tarde con energía. Pero a pesar de
esto, mi placer más agradable es comer los caramelos “Mentos”.
Os preguntaréis cómo es que algo tan “tonto” puede darme tanto
placer. Pues bien, es algo que por muy chico que sea no puedes parar de
comerlos, ya que la primera vez que lo saboreas terminas enganchándote a ellos
de manera sana. Siempre que me los compro, tardo minutos en comerme todos,
porque están tan buenos que me los “bebo”.
Al comer estos caramelos, recuerdo muchos momentos de mi
infancia. Todo comenzó cuando mi madre cada vez que venía de trabajar me los
compraba como premio para cuando terminara la tarea del colegio. Eso hacía que
hiciera las tareas cada vez más rápido y con mayor alegría al saber que luego
iba a tener mi pequeño placer.
No solo me atraía sus sabores, si no su olor al masticarlo. Los
de color fresa me recordaban al olor de mi muñeco preferido, los amarillos y
naranjas a los diferentes olores que se asomaba por mi ventana procedentes de
mi patio lleno de flores. Y, por último, los de menta que los asocio siempre a
la presencia de mi madre, ya que cada vez que estaba constipada, ahí estaba
ella con los vapores de eucalipto.
Así que me conformo con mis pequeños placeres, que día a día
hacen sentirme más feliz. Quizás la felicidad consista en eso, en tener
pequeños placeres.